A medida que las crisis económicas y la desprotección estatal van minando la calidad de vida de los países hasta ahora considerados desarrollados, la equidad, la tolerancia a la diversidad, la felicidad, la estabilidad política y una educación de calidad colocan en los primeros lugares del listado de naciones modelo a Nueva Zelanda, Canadá, Noruega, Finlandia y Australia. Retrato de un planeta en el que el norte parece estar por todas partes
Mafalda está en su cama, bajo las frazadas. No parece tener ánimo para levantarse. Entonces, lanza su discurso al aire: «Buen día, ¿qué mundo tenemos hoy: el primero, el segundo o el tercero? No, esperen. Mejor vayan a echar un vistazo, y si hay libertad, justicia y esas cosas, me despiertan, sea el número de mundo que sea, ¿estamos?».
Al igual que Mafalda hace más de cuarenta años, la mayoría de las personas nos preguntamos dónde queda ese lugar en el mundo en donde las cosas funcionan y la gente vive feliz, en un marco de equidad y justicia. En donde las oportunidades florecen y sus habitantes, más allá de sus ideas, tiran para un mismo lado y logran transformar esa cohesión social en crecimiento económico. En donde la educación y la salud son bienes esenciales y las minorías son respetadas. Y en donde el Estado es ese árbitro que asegura la equidad y los derechos de todos, y para eso regula, pero sin avasallar la intimidad ni vulnerar las libertades individuales.
A lo largo de la historia, ese mundo feliz o ideal tuvo diversos referentes. En el momento en que Mafalda no podía salir de la cama, la Guerra Fría promovía los conceptos de Primer Mundo y Tercer Mundo. A casi 25 años de la caída del Muro de Berlín, esos conceptos están desgastados y el modelo al que miran todos ya no es el mismo.
El fundamentalismo capitalista también tuvo su caída del Muro con la crisis financiera y económica iniciada en 2008 y cuando se piensa en desarrollo, las aspiraciones y los índices ahora señalan hacia Canadá, Nueva Zelanda o algunos países del norte de Europa, como Finlandia o Noruega, que publicaciones como The Economist ya llaman «el próximo supermodelo». Es más, por estos días, Estados Unidos ya no parece ser modelo ni siquiera para los propios norteamericanos, quienes atraviesan una etapa de reflexión sombría acerca de sus deudas internas y de lo que muchos califican ya como «escandalosa inequidad».
«El fin de la Guerra Fría y el aceleramiento de los procesos globales de los 90 borraron un montón de fronteras convencionales y divisiones clásicas como Este-Oeste, Primero y Tercer Mundo y muchas categorías dejaron de tener sentido. Hoy, hay otro modo de aproximarse a lo que se considera un mejor modo de vida en algunos pocos países que siguen reuniendo condiciones del viejo Estado de bienestar», explica Juan Gabriel Tokatlian, director del Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales de la Universidad Di Tella. «Países que eran grandes referentes, como Holanda, Francia, Italia o Gran Bretaña, se han ido desdibujando; sus Estados de bienestar fueron desmantelados en los últimos años como producto de las graves crisis. Hay menos Estado y graves problemas en salud y educación. Sólo quedan pequeños nichos en el mundo nórdico, fundamentalmente Noruega y Finlandia.»
Para el sociólogo Gabriel Puricelli, del Laboratorio de Políticas Públicas (LPP), ese paradigma del Estado de bienestar y respeto por las libertades individuales que viene crujiendo en tantos países y aparece ahora tan valorado «le debe mucho al consenso socialdemócrata de los años de la posguerra. Se perfeccionó con los movimientos sociales, lo que lo llevó a construir un paradigma más contemporáneo, pero no puede explicarse sin aquel consenso social que nació luego de la Segunda Guerra».
«No somos los número 1»
Hace algunas semanas, el columnista de The New York Times Nicolas Kristof lagrimeaba ante la evidencia. «No somos los N° 1», se llamaba su nota, en la que daba cuenta de que las cosas no son como en los tiempos en que su país era visto, fronteras adentro y afuera, como el más rico, poderoso y bendecido de la tierra. Kristof repasaba los datos que arrojó un exhaustivo relevamiento conocido como Social Progress Index, un estudio (curiosamente dirigido por un republicano) de 132 países, similar a los que hace Naciones Unidas en materia de necesidades básicas, bienestar y oportunidades, y que incluye instancias como acceso a la salud, la vivienda y la educación, como también seguridad personal y respeto por los derechos humanos y el medio ambiente ( http://www.socialprogressimperative.org/data/spi ).
En ese estudio, Estados Unidos se ubica en el puesto 16, ya sorprendente de por sí, pero en algunos ítems como salud queda relegado al 70, al 31 en seguridad y al 39 en educación básica. Las cifras son contundentes: el puesto en el rubro comunicaciones es el 23: sí, señor, en el país de Silicon Valley, uno de cada cinco estadounidenses no tiene acceso a Internet. Nueva Zelanda, Suiza, Islandia y Holanda ocupan los primeros puestos del Social Progress Index. Noruega ocupa el quinto y le siguen Suecia, Canadá, Finlandia y Dinamarca. La Argentina está en el puesto 58.
Estas cifras coinciden con lo que puede leerse en los medios mainstream de países desarrollados en crisis, en los que abundan historias sobre la riqueza petrolera y la austeridad noruega, la salida de Islandia del abismo financiero, las notables escuelas finlandesas y la igualdad de género en Suecia. Junto con el ascenso de estos nuevos «milagros», está el abrumado lamento de los ángeles caídos del mapa ideal.
«En Estados Unidos hoy hay 46 millones de pobres: más de una Argentina de pobres adentro; los indicadores son malos, la brecha entre ricos y pobres se está ensanchando», detalla Federico Merke, profesor del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad de San Andrés, quien entiende también que el concepto de Primer Mundo está «desdibujado» y prefiere pensar esas categorías como «relacionales», es decir, un país puede ser Primer Mundo en relación con otro y así también un país primermundista supuestamente puede albergar un Tercer Mundo, algo que se hizo explícito en 2005 durante la catástrofe del huracán Katrina, cuando los estados más pobres del sur de Estados Unidos quedaron a la deriva ante las escandalizadas cámaras de televisión, que transmitían imágenes más propias de Ruanda que de la primera potencia mundial.
Por estos días, abundan las malas noticias para los estadounidenses, ya que una investigación determinó que la clase media norteamericana ya no es la más rica en el mundo, sino que se ve superada por la canadiense y también por la de algunos países europeos, pese a que los estadounidenses trabajan en promedio varias horas más por semana. Canadá, precisamente, es uno de los países con mejores registros de desarrollo humano y aparece con frecuencia en el imaginario de los que sueñan con vivir en un país previsible en su oferta de bienestar y pensado para todos. Todavía resuenan las palabras del ex embajador de Canadá Yves Gagnon, cuando en su discurso de despedida se mostró orgulloso por el hecho de que los medios se ocupan poco de su país. Como ejemplo, citó que durante los años de su estadía en la Argentina, en Canadá habían caído tres gobiernos y, sin embargo, nada de eso había sido noticia en los diarios.
El sueño americano implosiona con datos obscenos. Mientras el presidente Obama no consigue apoyo para poder financiar la universalidad del prejardín de infantes, el 1% más alto de la pirámide gana más que todo el resto y ya lo empiezan a ver con malos ojos incluso los propios impulsores de la meritocracia. El Nobel Joseph Stiglitz colabora derribando mitos al señalar en sus discursos que no sólo la inequidad va en aumento, sino que incluso la igualdad de oportunidades -el mayor de los valores para esa sociedad- no es una realidad en Estados Unidos.
Regreso al centro
El economista y escritor chileno Sebastián Edwards tiene la experiencia para intentar una disección de los problemas que hoy enfrenta ese país, ya que vive allí hace muchos años. Cuando habla de desarrollo, Edwards prefiere la categoría de «modernidad» en lugar de Primer Mundo. «Estados Unidos es un país capitalista y moderno, lleno de contradicciones, con un enorme respeto por los individuos y las minorías y con un nivel creciente de desigualdad? una contradicción total», dice. «Entre las cosas buenas: tiene un presidente negro, una latina de origen pobre en la Corte Suprema, un negro también de origen pobre en la Corte, las mejores universidades del mundo y enorme respeto por la libertad de prensa. Cosas malas: un montón de pobres, una distribución del ingreso que empeora, fanatismo religioso en muchos estados, invasión de países sin razón… De todos modos, lo importante es que los excesos en Estados Unidos tienden a corregirse y el país vuelve al centro moral y político. Sucedió con Roosevelt (con los dos), con Kennedy y Johnson, con Clinton. Mira a Thomas Piketty: su libro había pasado sin pena ni gloria en Francia… aquí se transformó en una superestrella y va a tener una influencia colosal. Nada de esto pasa en Francia, donde no hay ni negros ni magrebíes en la Corte Suprema y apenas si los hay en el Parlamento.»
La inequidad es el signo de los tiempos o al menos es el tema sobre el cual gira la preocupación de políticos e intelectuales. En el caso de Europa, señala Tokatlian, la desigualdad en términos del ingreso es la mayor desde los años 70. «La India y China resolvieron muchísimo para millones de habitantes, pero siguen siendo dos sociedades profundamente inequitativas. América latina sigue siendo la región más desigual», explica y trata de encontrar la llave del éxito de países como Noruega y Finlandia. «Demográficamente pequeños, el secreto parece residir en que la brecha entre ricos y pobres allí es mucho menor, hay gran cohesión social y aparecen como arcas de Noé en donde todos se sienten parte de un proyecto», sintetiza.
Interesante resulta la mirada de un sociólogo argentino radicado en Noruega. «Los países escandinavos tienen altos niveles de educación y desarrollo humano. Sin embargo, esos niveles no son muy distintos de los de las clases medias urbanas latinoamericanas», asegura Fabián Mosenson, docente de la Universidad de Oslo. Y agrega: «Si el nivel de educación se mide en graduados por habitantes, van primeros. Pero lo que se conoce menos es el contenido de esa formación. Y, en ese sentido, en humanidades, el típico producto de la cafetería de Puan o de Marcelo T. de Alvear no tiene mucho que envidiar a un graduado de la Universidad de Oslo o la de Estocolmo. Sí son más envidiables las instalaciones y los recursos financieros y económicos públicos».
Mosenson habla de lo público, y ahí aparecen entonces otros conceptos clave, el de Estado y el de la equidad. «Lo que todos pueden apreciar, sobre todo los que venimos de países como los nuestros, es la enorme diferencia de la relación del Estado con los ciudadanos y de la percepción que los ciudadanos tienen del Estado. No hay favores ni conocidos ni amigos para acelerar un trámite. En las cárceles, a los internos se los considera seres humanos y así son tratados. Los medios de transporte funcionan. La frase del alcalde de Bogotá, Gustavo Petro -«Un país desarrollado no es un lugar donde los pobres tienen coches, sino uno donde los ricos usan transporte público»- es rigurosamente cierta. Al mismo tiempo, las clases acomodadas hacen muchas más tareas domésticas que sus pares latinoamericanos. No es raro encontrarse con el ministro de Economía haciendo las compras. Tampoco está bien visto contratar personal doméstico.»
El sociólogo es bastante crítico en relación con la mirada que asegura que los países nórdicos son ejemplos de armonía e integración social. «Salvo Canadá o Nueva Zelanda, el resto de los países que «ranquean» alto en los índices de desarrollo humano fueron sociedades de emigración», explica. «Hay casi cinco millones de descendientes de noruegos en Estados Unidos, casi la misma población que Noruega tiene hoy. Esto significa que los que se quedaron son tal vez los menos aventureros. Con esto se construye una sociedad homogénea y conservadora. Lo positivo es el alto grado de integración social. Pero también puede ser problemático: no hay demasiada ductilidad para lidiar con la diferencia, y por eso se puede observar una tendencia a la guetificación en barrios «étnicos» y educación semisegregada», concluye.
Nos lo decimos hace mucho, pero insistimos: aunque no existe el mundo ideal, el deseo siempre va detrás de lo que falta. En general, las cifras indican que la pobreza mundial se reduce, pero, sin embargo, ahora que todo lo vemos, pareciera que cada vez hay más pobres cuando lo que hay es cada vez mayores diferencias entre los que más y menos tienen. Mientras los índices que miden la felicidad ubican a países no desarrollados entre los que lideran el ranking, las embajadas más visitadas en todo el mundo por personas que buscan emigrar de una mala realidad económica en sus países de origen son otras, en general, siempre los mismas. Y es que ahí se va en busca de trabajo más que de sonrisas. Es Merke quien recuerda la «paradoja de Easterlin», el economista norteamericano cuyo discutido hallazgo fue que no existe relación lineal entre mayores ingresos y la felicidad: «La gente se acostumbra a lo que tiene; quien gana la lotería, en diez años se acostumbró y ya es otra cosa», explica.
Quien sube un escalón quiere subir otro. Es aquel concepto del teórico italiano Norberto Bobbio, el «mínimo civilizatorio», lo que se pone en juego, aquel reclamo que hacen los ciudadanos a las instituciones bajo el imperio de sus necesidades, que, naturalmente, van cambiando. Y están las secretas aspiraciones que siempre impone el deseo ante lo que nos falta. Por ejemplo, el dinero. Por ejemplo, la ilusión..
Por Hinde Pomeraniec | Para LA NACION
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